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Toc Trastorno Obsesivo Compulsivo

Nino

La noche en que Manu respondió mi mensaje, marcó un antes y un después en nuestra relación de amistad, porque he de aclarar que no había nada más entre nosotros, y era muy difícil que otra cosa sucediera, considerando lo problemático que resultaba acercarse a él. Pero daba igual, pues solo tener la fortuna de intercambiar algunas palabras con Manu me hacía feliz. Además, aclaro que mi voluntad para insistir no estaba, en absoluto, dañada.

Así, poco a poco comencé a volverme una visita frecuente en casa de Tomás, en un intento por aprovechar al máximo esa pequeña ventana que se abría para mí. De forma paciente invertí mi gran cantidad de tiempo libre en cálidos almuerzos y amenas charlas a la hora del té, a tal punto, que incluso Claudia se sorprendía si de pronto faltaba una tarde sin avisar. Ella también lo disfrutaba, no solo porque existiera una mujer que pretendiera a su hijo mayor, sino porque llevaba años presa de la rutina. Por lo mismo, me esforcé en alegrar las tardes que pasábamos juntos, aunque en general mi sola presencia era suficiente para contrastar con su parsimonia característica, en especial mi risa algo –demasiado– escandalosa y mis vestimentas que tan extrañas se veían al lado de Manu o su madre. Por otro lado, no sabía en qué medida Tomás se sentía a gusto teniéndome ahí, pero sí estoy segura de que asimiló de buena forma el que mis ojos dejaran de buscarlo a él, pues incluso se preocupó de orientar la forma en que me acercaba a su hermano para que el resultado de mis visitas no lo desestabilizara.

Fue él quien me habló acerca de la crisis de Manu y sugirió que, ya que iba en serio, me lo tomara con más calma, pues consideraba que iba demasiado rápido teniendo en cuenta que Manu no entabla relación alguna con otras personas desde hacía ya muchos años. Yo, que por supuesto no quería volver a agobiarlo de esa manera, limité mis interacciones a saludos y despedidas, aunque con mucho cuidado –y poco disimulo– me dediqué a estudiarlo, por lo que en cosa de días me sentí capaz de describirlo por completo y con los ojos cerrados. Sin embargo, no solo aprendí a deleitarme con cada rasgo de su cuerpo, también descubrí que Manu no hablaba de su pasado, que confiaba a ciegas en Tomás, que se avergonzaba si me descubría observándolo y cuando eso ocurría, desaparecía de inmediato en su habitación.

Me especialicé entonces en mantener mi distancia y, como recompensa a mi gran esfuerzo, obtuve conversaciones cada vez más largas y menos escapadas. Fue en una de nuestras charlas en el estar, tras una de mis siempre asertivas preguntas, que la situación dio un giro que me hizo retroceder al punto de partida. En una de las paredes, un hermoso cuadro irradiaba la alegría de un pequeño niño junto a su madre y, al consultar si se trataba de alguno de ellos, el ambiente se volvió tenso oscuro. Manu, silencioso, se retiró. Esa era otra de las tantas cosas que aprendí de él: en su casa, muchos temas se trataban con delicadeza para protegerlo. Lo que no imaginé, es que una simple pintura podía generar una reacción de ese calibre.

—Somos Tomás y yo —dijo Claudia con una sonrisa melancólica en el rostro, y sus ojos casi se nublaron antes de continuar, con la voz quebrada y ensimismada en la belleza del cuadro—. Manu nos pintó cuando tenía 16 años.

—¡¿16 años?! —exclamé sorprendida—. ¡Pero si es una pintura muy hermosa! ¿Aún es capaz de pintar así? —pregunté al mismo tiempo que me levantaba de mi asiento para observarla mejor.

—No lo sabemos, aunque probablemente su don siga intacto. Lleva casi seis años sin hacerlo. A veces dibuja un poco, pero los últimos cuadros que hizo solo eran paños teñidos de negro. El color abandonó sus pinturas cuando sus crisis aumentaron. Al poco tiempo dejó de estudiar, suspendió su tratamiento y se deshizo de todos los cuadros que alegraban esta casa. Éste, fue el único que logré conservar.

Tomás se quedó en silencio mientras su madre con tristeza narraba aquella historia. ¿Qué había hecho que Manu acabará de esa forma? ¿Por qué sus hermosas pinturas acabaron en la basura o se transformaron en oscuras telas?

Me era difícil asociar la emoción de esa pintura con él, por lo que contemplé por largo rato el detalle de las pinceladas todavía presentes en el cuadro, haciendo un último esfuerzo por encontrar una parte de Manu ahí. Sin embargo, el silencio comenzó a reinar, y supuse que la hora de despedirme llegaba. Esa tarde subí sola a su habitación, golpeé con suavidad y mientras el abría, miré con rapidez dentro de su nido en busca de algo que conectara al Manu artista con aquel que parecía ausentarse del mundo, y la encontré. Allí estaban aún los rastros de aquella afición que en algún momento parecía haber disfrutado. Sobre un escritorio, justo bajo la ventana, descansaban un sinfín de lápices de colores en perfecto orden, listos para ser utilizados, al igual que una cuidadosa colección de pinturas, acuarelas, oleos y pinceles, todos organizados por tono y tipo, de forma armónica y preciosa.

¿Podía ser que el Manu artista estuviera esperando ser despertado?

—¿Pensé que ya no pintabas? —dije entonces, apuntando a su escritorio y creyendo que hacía mi mejor jugada. No para conquistarlo, sino que para empujarlo hacia el mundo real, hacia lo que él alguna vez amo.

—Ya no lo hago —respondió él, tranquilo y sonriente.

—¿Crees que vuelvas a hacerlo algún día?

—Tal vez —murmuró, me miró a los ojos y la ternura me invadió.

Manu parecía tan frágil y puro. No podía ser un hombre real.

Sonreí, y volví a pensar que hacia lo correcto.

—Si eso pasa, por favor hazme un retrato. Siempre he deseado tener uno —pedí.

Manu retrocedió unos pasos y su rostro tranquilo se desarmó frente a mí. Me había equivocado. Había traspasado de nuevo los límites y no quería imaginar lo que ello podría provocar en él. De verdad era estúpido pensar que nadie más intentó lo mismo antes. Me disculpé una y otra vez, y volví a casa tan rápido como pude. Sin intención de abrumarlo, cerca de la media noche, envié un mensaje para asegurarme de que estuviera tranquilo.

"Lo del retrato era una simple broma. Por favor no te compliques con eso o tu familia me matará".

Esperé paciente la respuesta, pero jamás llegó. Lo más triste de todo, es que yo sabía que jamás habría una. Aun así, decidí darle unos días antes de volver a su casa con el fin de que todo volviera a la normalidad, aunque el día en que intenté hacerlo, Tomás me lo impidió, asegurándome que Manu no les hablaba ni les permitía entrar a su cuarto desde la tarde misma en que le pedí una pintura.

¿Se había terminado todo? ¿Incluso sin que algo hubiese comenzado realmente?

Mis teorías eran: o me había excedido a tal punto que Manu decidía remarcar la distancia y terminar con sus intentos de vida normal, o me odiaba. Ambas eran terribles, pero desde el fondo mi corazón prefería que me odiara a que volviera a encerrarse o dejara de sonreír por mi culpa. Me daba pánico provocar un retroceso y, aunque violara mi promesa de ir con calma, le escribí cuando se cumplieron catorce días desde mi metida de pata:

"¿Me odias?"

"Jamás", respondió Manu en cuestión de segundos, lo que dejaba como alternativa solo una de mis teorías.

"¿Entonces volveremos a hablar?", pregunté.

"Lo siento, pero estoy ocupado", sentenció.

"¿Es mi culpa? Puedes decirlo, soy muy fuerte."

Como Manu dejó de contestar, la mañana siguiente tomé mi mejor sonrisa y me dispuse a obtener respuestas en forma personal, o al menos a intentar enmendar mi grave error. Toqué el timbre una y otra vez, pero nadie salió. Tras veinticinco minutos, ya decidida a regresar a casa, Tomás y su Madre aparecieron en su auto.

—Ya deja de venir sin avisar —gruñó él, con su gentileza característica.

—Solo quería saber de tu hermano —contesté algo cabizbaja.

Ellos no dijeron nada, pero compartieron una mirada preocupada y triste antes de permitirme pasar.

—Sube tranquila.

Dijo Claudia, demostrándome que de alguna manera, ya tenía la confianza necesaria para subir sin escolta a la habitación de Manu, aun cuando no acababa de equivocarme antes de cometer un nuevo error. Al llegar arriba, ni siquiera golpeé la puerta. Solo hablé, fuerte y claro.

—Estoy aquí Manu, ¿hablemos? —dije con suavidad—. ¿Estás enojado? ¿Por qué no me hablas, quieres que me vaya? ¿Me odias? Solo dímelo, esto es en realidad muy vergonzoso, no molestaré otra vez. ¿Estás bien? ¿Manu?

Por desgracia, no hubo respuesta. Esa mismo día me despedí de Claudia pensando que jamás volvería a verla, pues por dignidad, aquel había sido mi último intento. No recordaba que me hubiese dolido tanto el corazón como aquella tarde, si hasta Tomás decidió caminar junto a mí preocupado por lo que acababa de ocurrir. Cuando estuvimos en la parada, Tomi me abrazó como en los tiempos en que solo nos disfrutábamos el uno al otro.

—Dale tiempo, ¿quieres? —murmuró en mi oído.

—No lo entiendo, Tomás, me cuesta demasiado.

—Nosotros te lo advertimos.

Él tenía razón. Conocía muy bien el panorama cuando decidí acercarme a Manu, y sabía que sería difícil, pero también estaba segura de que iba bien encaminada. Jamás imaginé que me botarían así. Ante esa triste escena, sólo tenía una cosa que hacer, y no era llorar —las lágrimas no me gustaban en absoluto—. Antes de llegar a casa, hice una parada en el supermercado, compré cinco litros de helado, unos cuantos chocolates, tres cervezas y caminé directo a casa.

Por siete días, esa fue mi dieta base, hasta que el día veintiuno desde que mencioné la pintura de la discordia, asumí que jamás volvería a saber de él. Ya nada podía hacer si Manu no deseaba hablarme, y aunque seguía sintiéndome culpable, decidí que esa noche intentaría volver a mi vida antes de él. Volví a casa tras la última clase de la semana discutiendo conmigo misma si dormiría o saldría de fiesta, no sin antes devorar lo último que me quedaba de helado. Subí arrastrando los pies por la escalera que unía los cinco pisos de mi edificio, anhelando mi cama, una ducha tibia y tal vez una cerveza. Entré al pasillo que conducía a mi departamento, cubierto de un antiguo papel mural, para encontrar un inesperado regalo junto a mi puerta. Era un paquete enorme, y estaba segura de que no era mi cumpleaños. Lo examiné mientras una corazonada me hacía rasgar nerviosa el delicado papel que lo envolvía. Fue allí que el envoltorio semiabierto me mostró mis propios ojos brillando en una delicada y luminosa pintura. Por primera vez, las lágrimas me parecieron la mejor respuesta, y al mismo tiempo que terminaba de abrirlo, buscaba entre sollozos el teléfono de Manu en mi celular. Una vez que marqué, las lágrimas corrieron libres por mi rostro.

—¿Dónde estás? —pregunté ansiosa.

—A dos cuadras de tu casa, frente al supermercado —indicó él, con la calma que lo caracterizaba.

—Voy de inmediato. No te alejes —respondí.

Tras ese breve dialogo, me eché a correr deseosa de alcanzarlo, de decirle que esa pintura era lo más bello que podía pasarle a una persona, que era un genio, que me sentía hermosa si veía ese cuadro, que... no lo sé, quería decir tantas cosas que me fue imposible hilar mis pensamientos al verlo. Estaba ahí, de pie junto al auto de su madre, perfecto y delicado, y lo quería para mí, a mi lado, para siempre. Cuando pude reaccionar, corrí otra vez, pero sin ser capaz de detenerme, lo abracé. Sabía que no debía hacerlo, que estaba cometiendo un error, ¿pero de qué otra forma podía hacerle llegar mis sentimientos? ¿De qué otra forma Manu entendería lo que aquel gesto significaba para mí, si las palabras ya no me eran suficientes?

Me abracé a él con más fuerza, aun con lágrimas en el rostro pues sabía que pronto tendría que soltarlo. El cuerpo delgado de Manu temblaba, y el latido de su corazón atravesaba su pecho y se sentía en el mío. Tuve miedo de echarlo a perder nuevamente provocando una crisis en él, por lo que relajé mis brazos para desprenderme de su cuello. Solo allí, sentí sus manos moverse despacio y todavía más temblorosas que antes, solo para abrazarme.

Abrí los ojos sorprendida con lo que acaba de ocurrir. Más atrás, Claudia lloraba en el asiento del auto. Despacio, me solté de su abrazo para observarlo. ¿Podía todo aquello ser mejor?

—¿Quieres ir a mi casa? —pregunté—. Puedes ayudarme a buscar un lugar para el cuadro.

Solo decirlo me hizo sentir una farsante, porque sabía la cantidad de cosas que haría quedándome sola junto a él si fuera otra persona. Pero era Manu, y estaba segura de que ese abrazo no se repetiría en mucho tiempo.

Manu meditó su respuesta unos segundos, y sonrió conmigo.

—No te volveré a tocar, Manu. Sólo fue un impulso que no logré controlar. Lo prometo —susurré, intentando sonar confiable.

Manu dejó escapar su risa nerviosa, y aceptó.

Él y yo, jamás volvimos a ser como antes; aquella pintura fue lo que nos cambiaría para siempre.

Y fui feliz.

Inmensamente feliz.

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