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Toc Trastorno Obsesivo Compulsivo

Nino

No es que Manu no me gustara lo suficiente, sino que tan solo no había notado por completo lo mucho que lo hacía, hasta ese domingo en que lo visité, cuando sentí la flecha traviesa de cupido clavarse en mi corazón, en forma lenta y dolorosa, para que no lo olvidara jamás.

Como acostumbraba, me presenté en su casa para la hora del té. Lo normal, siempre era que Tomás o su madre me hicieran pasar directo a la cocina donde se encontraba el comedor diario, y que Manu bajara al escucharme llegar para sentarse con rapidez en su lugar de la mesa, junto a la ventana que daba hacia el patio y muy cerca de mí. Pero esa tarde, Claudia abrió la puerta con un entusiasmo para nada característico en ella. Me saludó con un sincero abrazo y me hizo un gesto de silencio con sus manos para llevarme a hurtadillas hasta el patio de su casa, donde se encontraba una habitación de madera con enormes ventanas. Muy despacio hizo que me acercara hasta ahí, mientras me explicaba que aquello era el taller de Manu, el que se mantenía cerrado hacía ya varios años. Esa tarde, la puerta estaba entreabierta, y por aquel pequeño espacio asomé mi cabeza para observar el mágico lugar en donde alguna vez creó sus hermosos cuadros, y lo encontré, bañado por la luz del sol que entraba desde las amplias ventanas dispuestas en las cuatro paredes que lo conformaban. Una vez más, no lograba descifrar si todo a su alrededor era magia, o yo en mi más profunda admiración por él creando maravillas con su imagen. Allí, luego de años de abandono, de pie y brillando entre todo ese desorden que no calzaba con él, estaba Manu, con ropa deportiva y un pañuelo de flores de colores sobre su cabeza, que seguro era de su madre. No podía ser real, pensé, mientras recorría la elegancia que transmitía mirando el lienzo en blanco, jugando con sus manos llenas de pintura.

Me emocioné casi tanto como Claudia al verlo, a tal punto, que tuve que cubrir mi boca y esconderme para no chillar de alegría. Pero quería volver a verlo, necesitaba hacerlo y grabarme para siempre ese recuerdo. Hice un último intento por controlarme y me asomé una vez más, incapaz de hablar y embobada por la perfección de la escena. Fue tanto mi embelesamiento, que Claudia comenzó a reír sin poder controlar la dicha que le provocaba el ver a su hijo como un joven normal. La risa de esa madre feliz sacó a Manu de su abstracción, quien se acercó radiante hasta la puerta.

—¡Viniste! —me dijo, enseñando sus perfectos dientes en una amplia sonrisa capaz de enamorar a cualquiera.

—Por supuesto, no puedes fallarle a un obsesivo compulsivo, ¿no es así?

Manu se notaba alegre y sus ojos parecían reír con él. Entusiasmado, me invitó pasear por ese paraíso privado, en donde sus sentimientos fluían para plasmarse en una tela. Manu caminaba delante de mí, sin dejar de hablar y, debo decir que disfruté como nunca la belleza de esa delgada espalda y la seductora perfección de su cuello; pero además, aquella fue la primera vez que escuché la voz de Manu hablar de forma tan segura y apasionada sobre algo. Envuelta en la fascinación de aquel íntimo momento, noté que sus manos todavía estaban cubiertas de pintura. Ese chico no paraba de sorprenderme.

—¿Qué hay con eso? —pregunté, indicándole los restos de pintura que teñían sus dedos. Manu observó sus manos y sonrío—. Están sucias, muy, muy sucias —recalqué.

—No lo sé —respondió él, sin borrar la sonrisa de su rostro—. Nunca me ha molestado si están cubiertas de pintura. Tal vez por eso puedo pintar, o quizás porque me gusta demasiado mi cuerpo solo lo acepta —dijo, en lo que supuse, era un tierno intento de coqueteo.

Intento o no, no iba a pensarlo dos veces, así es que con rapidez metí mi mano en un tarro de pintura mientras él aún hablaba de dibujos, técnicas y cosas de las que realmente no entendía mucho. Manu avanzaba a pasos largos y distraídos, por lo que mi mano traviesa acariciando la suya lo sorprendió de sobremanera. Yo estaba preparada mental y físicamente para soltarlo en el minuto en que lo notara incómodo, pero no fue necesario. Manu se detuvo, se quedó en silencio, miró sus manos y sonrío. De forma tierna jugó con sus dedos entre los míos por unos segundos, con la mirada fija en lo que era su primera vez acariciando las manos de una mujer. De pronto, el nerviosismo se apoderó de él, volteó su dirección y me invitó cordialmente a salir de allí, sin mirarme, pero aún con más amabilidad de la que ya lo caracterizaba. Era el mejor momento para intentar sobrepasarme.

—Manu ¿te gustaría ir conmigo a algún lugar un día de éstos? Hay una hermosa playa cerca de aquí, no va mucha gente y podríamos estar tranquilos ¿qué dices? —pregunté.

Él se limitó a mirarme y, sin volver a hablar, continuó su camino para entrar en silenció a su casa. Se bañó, cambió su ropa y bajó para cenar, manteniéndose casi inmóvil por el resto de la tarde. Me resultaba increíble que tras esa tierna intimidad que acabábamos de alcanzar, Manu volviera a ser intocable una vez más. Pero debía acostumbrarme, pues ese tipo de situaciones de seguro eran del todo normales junto a él. Por ahora, el solo hecho de tocar su piel a través de la pintura me había hecho feliz, por lo que disfruté su taciturna compañía sin reproches. Cuando anuncié mi despedida, fue Manu quien se ofreció para acompañarme hasta la puerta. Tomás, Claudia y yo nos miramos asombrados. ¿Podía este día tener todavía más sorpresas?

De pie en el umbral, mirándome nervioso por algunos centímetros sobre mí, Manu repitió mis palabras para hacerlas suyas:

—Conozco una hermosa playa cerca de aquí, no va mucha gente ¿Te gustaría ir? —su voz tembló un poco y su mirada no se fijó en mis ojos hasta que me escuchó aceptar.

¿Cómo podría decir que no, si iría feliz con él a cualquier parte?

Manu sonrió como un niño, casi como si deseara agradecerme por aceptar una cita con él. Quise saltar y abrazarlo, pero me contuve, limitándome a rozar con delicadeza una de sus manos.

—¿Te espero el sábado? —preguntó él para confirmar.

—¡Perfecto! Estaré aquí cómo a las 4 —respondí.

No comprendí en aquel momento la razón, pero Manu me miró confundido y cerró.

Esa tarde volví a casa siendo feliz. Y así me mantuve, hasta el día en que lo volvería a ver.

El momento de nuestra cita llegó y me preparé como nunca. Si bien jamás me sentí perfecta o única, supe, mientras anudaba mi cabello frente al espejo, que estaba hermosa. En ese minuto, asumí que de alguna forma amaba a Manu, y que si él no me volviera tan loca como lo hacía, de seguro me habría enamorado de mi misma. De tanto arreglarme, salí algo retrasada, y eso, sumado a al lento tráfico acostumbrado cada vez que alguien va con prisa, me hizo llegar a casa de Manu casi a las cinco de la tarde.

Bajé del autobús corriendo nerviosa, segura de que mi galán estaba odiándome por completo. Fue Claudia quien me abrió, con rostro sonriente y tranquilo. Eso era otro aspecto que cambió en los días en que Manu y yo nos comenzamos a acercar: Claudia se veía algo más relajada, incluso bajo la evidente preocupación que le provocaba ver adentrarse a su hijo en un mundo que él desconocía, y para el que según ella, no estaba preparado. Aun así, lo disimulaba y me recibía con total amabilidad. Esa tarde me hizo pasar mientras me comentaba lo alegre —y nervioso— que se veía Manu con nuestra cita. Me recomendó una vez más ser paciente, protegerlo, y bajo ninguna circunstancia, orillarlo a alguna situación que no le resultara segura. Tras el dulce sermón —que me hacía parecer una mujer saliendo con un niño de diez años—, me llevó hasta la puerta de salida hacia el patio trasero, me dio un fuerte abrazo y sonrió.

—Está en su taller —me dijo, sugiriéndome que fuera en su búsqueda.

Tras ello, desapareció en la casa. Fue agradable sentir que la confianza en mí aumentaba, por lo que me acerqué al taller con una sonrisa de entusiasmo difícil de ocultar. Intenté abrir, golpeé la puerta en reiteradas ocasiones, lo llamé, incluso rodee el taller para encontrarme con todas sus ventanas cerradas.

—Manu, ¿estás aquí? ¡Ya llegué! —grité una última vez para asegurarme de que no estuviera allí.

La única alternativa, era que se encontrara en su habitación. Con toda calma volví sobre mis pasos y entré en la cocina, pues de seguro, ni Tomás ni Claudia habían notado que Manu ya no se encontraba en su taller. Yo, ingenua, no le di importancia a la situación y me acerque para avisarles, pensando que en minutos me reuniría con él. Ambos estaban sentados todavía junto a la mesa, disfrutando una taza de té, como la buena familia que eran.

—Claudia, Manu no estaba en el taller, estaba cerrado, yo...

Ni siquiera alcance a terminar cuando madre e hijo se abalanzaron sobre la escalera para bajar corriendo hacia el patio sin darme explicación alguna. Me quedé helada tratando de no hacer que mi imaginación volara, porque lo único seguro, era que algo malo estaba a punto de ocurrir. Los seguí aterrada, tratando de alargar el espacio que me separaba de los gritos desesperados de ambos.

—¡Manu, abre! —gritaban histéricos.

Claudia golpeaba la puerta y no dejaba de pedirle que saliera de allí. Tomás, por su lado, forcejeaba la puerta con desespero. Me quedé de pie tras ellos, hasta que lograron entrar. La puerta quedó tumbada frente a mí, sin embargo, fui incapaz de mirar. Creo que nunca en mi vida pasé tanto miedo como aquella tarde, en la que los sollozos se mezclaban con suplicas de calma, intentos frustrados por mantener la respiración, y golpes furiosos sobre una mesa. Tenía miedo de la escena que se desarrollaba ahí dentro, tenía miedo de imaginar la situación en la que me podía ver involucrada, pero sobre todo, tenía miedo de Manu.

—Está bien mamá, cálmate un poco —escuché decir finalmente a Tomás.

Solo ahí fui capaz de acercarme y observar con asombro una faceta de Manu desconocida para mí. Su verdadero rostro, tal vez.

—Hijo, vamos arriba, cálmate —murmuraba su madre, todavía con el rostro cubierto de lágrimas.

Manu estaba sentado en una silla, afirmando sus brazos en una mesa en la que habían sido derramadas sus pinturas, y que habían teñido su ropa y su piel. A su lado, su madre luchaba con ella misma tratando de controlar el deseo de acariciar a su hijo para que se calmara. Pero Manu no reaccionaba ni se quería levantar. Impresionada miré a mí alrededor: ya no quedaban cuadros en sus atriles, todo estaba en el suelo, manchado, roto, desordenado. Con mucho cuidado me acerqué a él, pero Tomás me impidió tocarlo.

—Manu, ¿qué pasó? ¿estás bien? —pregunté de rodillas, tratando de ser dulce y respetuosa con lo que acaba de ocurrir.

Por supuesto, Manu no me miró, y de alguna forma se refugió en su madre y cubrió su rostro con sus manos temblorosas mientras repetía que me alejara:

—Vete Nino, no me mires, no me mires, no me mires, no me mires, no me mires...

Sentí como las lágrimas invadían mis ojos, por verlo así, y por ser incapaz de ayudar. Tomás, al verme y sin una gota de cortesía, me sacó de ahí y me dejó en la calle.

—Te avisaremos cuando esté mejor. Ahora vete, por favor —murmuró.

Sin embargo, esa despedida sonó casi como una advertencia.

Aquel día comprendí que no importaba cuanto me acercara a él, pues jamás tendría derecho a acompañarlo. En esa familia, Manu era el centro de la atención, y yo, por desgracia, una amenaza constante a su rutina y su equilibrio.

La única verdad dicha aquella tarde, fue que no era nadie para saber qué ocurría. Que no tendría explicaciones jamás, porque claro, no es que alguna vez fuera a ser su novia o algo.

Tal vez, Manu realmente no estaba preparado para el mundo. O peor aún, su familia no estaba preparada para que Manu viera el mundo. Y lo que es incluso más terrible, es que era muy probable que yo no estuviera preparada para Manu.

Esa tarde no hubo cita, no hubo despedidas en la puerta, ni sonrisas tímidas, ni conversaciones vacías. Solo fui yo, deshecha, volviendo a casa. Yo, sin saber de Manu, sin saber cómo estaba, sin saber si era siquiera la responsable, o si así eran todos sus días.

Ese día, definitivamente, no fui feliz.

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